El recuerdo es difuso, muy difuso. Pero no era mala fórmula.
Era el médico del pueblo. Su casa era sencilla, la recuerdo encalada, muy blanca. Era esta cedida por el Ayuntamiento en tanto en cuando ejerciese su función social. No era, luego, propietario de ella.
Los vecinos, no todos pues no todos podían, le pagaban una cuota y con la muestra de la matanza del cerdo, algún pollo o conejo.
Tenía la historia familiar, genética de todos, pues había atendido a abuelos, padres e hijos A alguno, a muchos, él los trajo al mundo.
Era un buen médico, le importábamos ya que bajo su título, sus capas de la cebolla, estaba su formación humana. Esto hacía que aunque hubiese otro, al que se podía acudir en el pueblo colindante, ningún vecino utilizase esta segunda opción. Y habría tercera y cuarta. No era obligado acudir a él.
Y es que su vocación no era hacer dinero, no era el enriquecimiento material Su vocación era un mundo sano, hecho este que debiera ser vocación universal.
Hay quienes recordarán mejor que yo esta etapa histórica, real, de nuestros pueblos. Pueblos ciertamente muy autónomos.
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